miércoles, 30 de abril de 2008

Crónicas de una ciudad posible

Como pasa siempre en este tipo de situaciones, ocurrió en un momento de completa calma para toda la ciudad. De un momento a otro comenzó a extenderse una sombra por el cielo y las calles se llenaron con un polvo grisáceo. Algunos insistieron en tomarlo como toda una oportunidad y tomaron la iniciativa de crear parques para que, a falta de nieve, todos los capitalinos pudieran crear sus propios muñecos y los más pequeños jugaran con la ceniza. Otros, cuando aún había televisión, propusieron un cese general de actividades sin olvidar la calma debida en todo tipo de situaciones como esta.

A pesar de lo esperado, las cenizas cayeron por días, hasta llegar a la insólita cantidad de las semanas. El gobierno de la ciudad decretó que todas las escuelas cerrarían sus puertas (en algunas era ya imposible abrir las puertas grandes debido a los centímetros que ya se levantaban sobre el suelo). Los padres de familia, desesperados por aguantar a sus crías, salieron a las calles a protestar una respuesta inmediata del gobierno. No la hubo, pasaron los momentos de crisis iniciales y las luces comenzaron a languidecer. De acuerdo a uno de los últimos boletines que se pudieron leer, uno de los transformadores principales se fundió e inducía a fallos aleatorios en la red de distribución. Se resolvió suspender el servicio de semáforos debido a que, como lo habían diagnosticado los especialistas de la Universidad, los autos quedaron adheridos al pavimento debido a la reacción de las cenizas con el agua que creaba un potente cementante de rápido fraguado. Los sacerdotes ofrecieron misas desde las ocho de la mañana hasta entrada la noche, discutieron y sermonearon de la necesidad de voltear hacia Dios para evitar la ira divina. No hubo tal, cada vez más se sintió un inmenso silencio en toda la ciudad, callada a falta de los claxon y la electricidad que pudiera hacer funcionar cualquier aparato de emisión de sonido.

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